Estoy en la orilla del mar, solo, y empiezo a pensar.
Están las olas que rugen. Montañas de moléculas, cada una ocupándose estúpidamente de su propio trabajo. Billones por separado, pero formando espuma blanca al unísono.
Época tras época. Antes de que cualquier ojo pudiera ver.
Época tras época. Antes de que cualquier ojo pudiera ver.
Año tras año, tronando en la costa como ahora. ¿Para quién?, ¿para qué?
En un planeta muerto, sin ninguna vida que mantener. Nunca en reposo.
Torturado por la energía desperdiciada prodigiosamente por el sol. Derramada en el espacio.
En lo profundo del mar, todas las moléculas repiten las mismas pautas que cualquier otra.
Hasta que se forman pautas más complejas. Ellas construyen otras semejantes a sí mismas.
Hasta que se forman pautas más complejas. Ellas construyen otras semejantes a sí mismas.
Y empieza una nueva danza. Creciendo en tamaño y complejidad.
Seres vivos, masas de átomos, ADN, proteínas... En una danza cada vez más complicada.
Desde la cuna a la tierra seca, aquí está de pie.
Átomos de conciencia. Materia con curiosidad.
De pie, junto al mar.
De pie, junto al mar.
Maravillado ante las maravillas.
Yo, un universo de átomos. Un átomo en el universo.
Richard Feynman. El placer de descubrir.
Pintura de Alberto Giacometti